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lunes, febrero 16, 2009

ASCENSIÓN EN NAVIDAD







Altos son Picos Urriellos
Altos son de maravilla
Pero más alta se ve
Peña Santa de Castilla
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La niebla dejaba resbalar su húmeda presencia entre los castaños y los robles hasta despeñarse en una cascada fantasmal por el costado de la Santa Cueva, abrazando el agua qué en un rumor apagado surgía de las entrañas de la roca.



Las tímidas lucecitas que velaban a la Santina aparecían entre la borrina difuminadas como luciérnagas. En esta época hacía frío. Despacio, subí las estrechas escaleras y mis pasos resonaban en la explanada y en la propia cueva deslizando su sonido entre las rocas; repetido por el eco volvía a nacer más profundamente, en el pequeño estanque. Atravesé la reja forjada, vieja y la vi.: La pequeña, la galana Virgen que se erguía sobre el altar, me quedé mirándola, se me escaparon los ojos hasta un piolet clavado en la roca por encima de ella. Lentamente me volví y deshice el camino hasta el viejo todoterreno que me esperaba con el motor encendido, abajo, en el cruce.

La doble tracción rugía con fuerza y se mezclaba con el crujido del hielo al quebrarse. En este punto, casi a la altura del lago Enol , la encaimada era compacta e impenetrable. Juan se detuvo sin apagar el motor, me ofreció un pitu que agradecí así como un trago de orujo que nunca le faltaba en la petaca. Al día siguiente, me decía, tendría que bajar a Cangas de Onis con Luisa: a comprar turrón para los neños y a por penicilina para el xatín que estaba postrado en la cuadra ya iban dos días. Le di la mano, salté a la nieve y recogí la mochila. El claxon sonó cuesta abajo.

Deslicé la mano por detrás de la correa y empuñe el piolet, llevaba dos horas andando y ya las nubes quedaban abajo. Mucha nieve, había sido buena idea subir de noche. Estaba helada y subía deprisa, arriba las estrellas tilitaban. El brillo de una de ellas me recordó algo. Las cumbres y las agujas descarnadas herían a la noche cuando llegué a ver la tímida luz del refugio. Diez minutos más tarde empujaba la puerta de la vieja construcción de piedra. Dentro una vela y dos linternas frontales alumbraban el cuadro, sacos en las literas y bolsas de alimentos en las estanterías, las cuerdas colgaban de los clavos del techo. Saludé, me respondieron ayudándome a desprenderme del macuto y ofreciéndome un aromático te con menta.
Dos parejas y mi amigo Javier habían subido a pasar la navidad aquí arriba, en la acogedora paz del silencio invernal, más tarde, nuestras voces alegraron el gris de la piedra de la cabaña.


La pereza me estaba venciendo cuando respingué dentro del saco. Asomé la punta de la nariz, me indicó exacta que habría de vestirme deprisa. Javier ya estaba haciendo el desayuno, su risa y el zumbido de la cocinilla acompañaban mis esfuerzos por introducirme, que tal parecía, en las botas. Comimos queso y jamón, bebimos café y en un alarde de intrepidez sorteamos el primer largo de cuerda: salimos al exterior.

Uno pegado al otro enfilamos hacia los Argaos, un cordal de gráciles agujas, no sin esfuerzo ganamos una horcada a la altura de la primera de ellas conocida como la Fragua y nos situamos en su vertiente opuesta. A punta de crampón, hiriendo el hielo atravesamos las Barrastrosas, el Jou de los Asturianos, bajo la Torre de Santa María, para vernos poco después en la inmensidad del Jou Santu. De él hacia arriba, la mole de Peña Santa y su espolón norte: vertical y cubierto de hielo, sobrecoge el ánimo.

El día es bueno, muy frío y despejado. Recorremos el jou a media ladera contemplando su impresionante embudo glaciar.

En la base del espolón nos encordamos, preparamos los clavos de roca y los tornillos de hielo. Tengo tanto frío que elijo empezar, lentamente y con las manos entumecidas, hasta que reaccionan con el dolor de mil alfileres en la piel. Coloco un seguro y a puro equilibrio gano la reunión del primer largo, llego sudando. Llamo a Javier que todo potencia recupera el pitón y gana la reunión con una rapidez insultante. Me da el relevo, se entrega en silencio a su tarea, asciende seguro mientras los cristales que cubren las presas se van depositando en mi anorak.

No recuerdo que pensamientos me acompañaban mientras de manera automática escalaba el hielo: puntas de crampón derecho, crampón izquierdo, piolet derecho, piolet izquierdo. Brilla el hielo al saltar bajo los golpes repetidos. Abajo, un abismo blanco de diáfana belleza.
Es tarde, cuando nos detenemos a comer algo, enseguida al hacerse la pendiente menos pronunciada dejamos el terreno mixto que se hacía difícil y por un estrecho corredor con buena nieve helada, ganamos la cresta cimera.

Son las once de la noche cuando vemos cumbre. Habíamos arrancado entre las sombras a las cinco de la mañana. Hay que vivaquear, cavamos un hoyo a sotavento. Comemos turrón y a duras penas calentamos agua para una sopa, no hay prisa. Estamos en Navidad, algo me recorre la espina dorsal, todo es diferente desde aquí, como sí la inocencia que creemos perdida nos diera una bofetada. Javier está silencioso y sus ojos brillan. Es la montaña.

El tiempo se mantiene claro, una estrella fugaz recorre durante un segundo el firmamento, mis ojos quedan fijos en el cielo. Vería decenas esa noche.
Soy consciente de lo que quiero. Quiero la Navidad de cielo y piedra, del viento susurrando o rugiendo. Quiero la paz que huye del grito y la mentira. Quiero la Navidad de Juan, de Luisa, de los nenos del xatu. De la nieve que luce su blancura de novia .

Mañana bajaremos…









............................Alfredo Íñiguez. 1980

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